El príncipe del bosque
Érase una vez un príncipe que harto de la vida tediosa,
fácil y fastuosa de palacio, quiso experimentar el otro lado de la balanza. Así que partió para vivir solo en el campo. Con sus propias manos construyó una casa en un claro en el bosque y empezó
con su nueva vida fresca, sencilla y humilde. El príncipe adoraba despertarse con el canto melodioso de los pájaros, con la caricia de los rayos del alba y con el olor a tierra fresca que
embriaga el bosque en las primeras horas de la mañana. Esas sensaciones lo conectaban con la protección del regazo de la madre tierra, la cual amparaba a su hijo a través de la belleza que
irradiaba la naturaleza que el príncipe tenía el honor de presenciar en cada instante.
-Me siento el rey del bosque- murmuraba el príncipe,
mientras sonreía para sus adentros.
El príncipe se sentía tan en paz consigo mismo y con el
entorno natural y mágico que lo rodeaba que él, a veces, al atardecer parecía escuchar el latido que provenía del corazón la brisa, mientras ésta jugaba con los cabellos del
monarca.
Cuando finalizó la construcción de su casa en la
naturaleza, el príncipe sembró la tierra y con esfuerzo y sudor, empezó a cosechar sus frutos.
Un día, se acercó a la casa del príncipe un antiguo
sirviente del éste y él lo acogió en su hogar de olor a madera joven. El sirviente construyó en él un horno de piedra y de leña para cocinar pan y otros víveres que luego vendía en el mercado
junto a los frutos que daba la tierra de cultivo. Ambos trabajaban duro y su recompensa era la paz que sentían en su corazón y la ligereza y la liviandad con que experimentaban el ser tan lejos
ahora de los entresijos, de las murmuraciones y de la algarabía de palacio.
El sirviente también construyó un pequeño granero junto a
la casa. A veces notaba que pequeñas cantidades de grano desaparecían pero eran tan insignificantes que se olvidó del asunto.
El príncipe y su sirviente, ahora amigo, acababan tan
cansados al llegar la noche que no notaban la presencia de unos discretos y minúsculos seres que durante la noche colaboraban en las tareas de limpieza del hogar y también correteaban y jugaban
en el jardín de la casa. Un día el príncipe no podía dormir y los descubrió y vio como varias alas y
piernecitas se marchaban revoloteando a gran velocidad y con nerviosismo para esconderse en el reducido espacio entre las cortinas y los cristales de las ventanas en un movimiento en zigzag que
no parecía propio de los insectos. Sin embargo, el príncipe no le dio importancia.
Al despertarse, en la casa del bosque del príncipe se
recibió un mensaje del pregonero del reino anunciando el bautizo del sobrino del príncipe. No podía faltar. Así que el príncipe y su sirviente asistieron al evento con gran ilusión. Fueron
recibidos en palacio con pompa y honores y, acto seguido, pudieron conocer a la encantadora criatura protagonista de la fiesta.
El príncipe y su sirviente se quedaron a solas con el bebé,
mientras éste sonreía, pero era una sonrisa especial. Entonces ambos se dieron cuenta de que el niñito no les sonreía a ellos sino a los seres de luz que había tras ellos: hadas, duendes y elfos
que no habían podido resistir la tentación que deleitarse con la presencia del niño y jugar con él.
El príncipe y su sirviente se retiraron silenciosamente
para permitir tan tierna escena. Sin duda, ellos no habían acudido solos a la fiesta. Los habían seguido los seres de luz que cada noche bendecían con su presencia el hogar del
príncipe.
-Ellos son los que se comen el grano que desaparece del
granero –pensó el sirviente.
-Ellos son los que limpian la cocina por las noches –pensó
el príncipe.
Pero ambos guardaron el secreto.
Autora texto e ilustraciones: María Jesús Verdú
Sacases
Texto e ilustraciones inscritos en elRegistro de la
Propiedad Intelectual
Técnica ilustraciones: Acuarela
Cuento del muchacho que creyó en sí mismo y en los demás
Érase una vez en un lejano
reino un muchado que desde su nacimiento aprendió a crear y a seguir a su corazón. Él fue consciente desde el principio de su papel de creador. Esto le procuraba una existencia pacífica y
auténtica donde el esplendor de su ser se manifestaba de forma natural y espontánea en todo momento. Por esta razón, el muchacho se sentía bendecido en cada minuto del ahora y podía percibir
claramente el milagro latente en todo lo que veía. Cada instante de quietud le proporcionaba una visión sagrada de la vida y de profundo entendimiento y respeto por todo lo que le rodeaba. Esta
actitud de observación, interacción y sensibilidad hacia su entorno le permitió graduarse y prestar sus servicios en la edad adulta en una institución al servició de los
demás.
Las paredes del edificio
donde trabajaba eran acristaladas por lo que la luz se filtraba a través de los cristales, volviéndolo todo calmo y transparente o del colorido de los rayos de la luz del sol los cuales se
dejaban caer sobre las escaleras blancas para transformarlas en un hermoso arco iris de colores cósmicos sobre el que las hadas, elfos, duendes y gnmos derramaban sus dones y bendiciones. En ese
edificio todos recibían de forma sutil la magia del reino de las hadas por lo que la creatividad y la expresión del alma y del corazón eran la nota que componía la melodía del día a
día.
Las nubes se dejaban caer
mansamente sobre los cristales de ese edificio tan elevado, limpio y puro que parecía un templo donde la paz infinita hacía estallar la belleza que todos llevamos dentro y que sale a relucir en
el cumplimiento de nuestra misión de vida.
El muchacho, ahora convertido
en adulto, se sentía en un estado de completa serenidad y liviandad, cuando seguía adelante con su propósito lo cual, a su vez, le proporcionaba el coraje, la claridad, la sensatez, la
determinación y la paciencia necesaria para seguir llevándolo a cabo. Ese adulto todavía sentía su espíritu de muchacho danzando con la lluvia y jugando con la brisa.
Con el paso de los años no se
sentía apesadumbrado o pesado, al contrario, se mostraba cada día más agradecido y seguro de sí mismo.
Sin pretenderlo, pues el
ahora adulto era desapegado pero comprometido con la escucha y la expresión de su corazón libre, había conseguido crear un aura de arte y de habla del alma alrededor del edificio acristalado y
luminoso que llegó a oídos del soberano de dicho reino. Por este motivo, el rey visitó al que había sido un muchacho sincero y abierto para felicitarle por haber permitido y facilitado que muchos
desnudaran sus dones, talentos y virtudes a través del arte del corazón. Él había dejado ser sin juicios, libre de condicionamientos pero enraizado en el amor incondicional que nada exige y que
se alza en los cimientos de nuestro edificio interior.
Ese edificio emocional cálido
y cristalino como el agua del río y que nos hace libres como chiquillos que corren tras los pájaros para aprender a abrir y batir sus propias alas en el vuelo del ahora, ese vuelo que no debemos
permitir que se nos escape...
Autora texto e ilustraciones: María Jesús Verdú
Sacases
Texto e ilustraciones inscritos en elRegistro de la
Propiedad Intelectual
Técnica ilustraciones: Pastel
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